Eloisa, un pedo y tía Marta

Jamás imaginó el pobre Guzmán que la dulce y delicada Eloisa pudiera generar semejante caos en un abrir y cerrar de nalgas. Y es que una vez escuchado el estruendo (descrito como el sonar de un oboe roto en los labios de Hércules), al punto una fetidez implacable cubrió toda la graciosa sala de estar donde se reunían el grupo de personas.
Tal fue el volumen del impertinente vendaval que la joven culpable no pudo hacer nada por fingir su inocencia y tuvo que soportar estoicamente las miradas de estupor de los allí presentes. Pero si el sufrido Guzmán llegó a imaginar que más allá del inefable cuesco no habría más penurias, herró en sus cálculos la esperanza pues la tía Marta ante los asfixiantes ataques a sus narices no pudo más que padecer una espeluznante sucesión de arcadas que la obligó a emitir sonidos parecidos a los del muflan en celo mientras un fino hilo de té brotó de sus fosas nasales.
Braulio el preocupado esposo de tía Marta trató de incorporar a su mujer para llevarla lejos del insoportable olor pero las dimensiones paquidérmicas de su amada esposa hacían que tal empresa fuese prácticamente imposible. Así que tanto tiró del brazo de la anciana Marta que no paraba quieta presa de las contracciones provocadas por las arcadas y con tanto esfuerzo que en una bocanada grande de aire que su cuerpo le exigió, Braulio pudo comprobar de manera brutal la abominable fetidez que cercaba la sala y se desmayó con tan mala suerte que fue a caer encima de su cónyuge inmovilizándola.
Eloisa salió corriendo de la habitación con gran llanto y vergüenza y dejó allí al señor Guzmán sentado en su sillón (soportando una peste jamás olida en la edad media) enfrente de un señor inconsciente que aprisionaba sin querer a una señora que parecía que iba a vomitar en cualquier momento. Y en cuanto vomitó sobre su marido “ausente” la tía marta; Guzmán llamó a su mayordomo y salió raudo hacía la estación de tren a comprar un pasaje para Paris.

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